Despierta tu mente

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Despiertos.mx es una revista digital que nace para romper moldes.
Aquí encontrarás historias que desafían lo obvio, ideas que invitan a la reflexión y una comunidad que valora lo auténtico sobre lo viral.

👉 En un mundo saturado de información, Despiertos.mx elige despertar mentes.
Somos una revista digital que combina periodismo crítico, análisis profundo y contenido creativo, con una misión clara: ofrecer contenido que no solo informe, sino que invite a pensar. Porque no todo lo que se lee, se cuestiona. Y no todo lo que se comparte, se entiende.

Sunset shines through pier columns on the beach.


  • 🔍 ¿Qué encontrarás en Despiertos.mx

    📖 Historias que despiertan

    Noticias, entrevistas y reportajes sobre cultura alternativa, sociedad en transformación y tecnología disruptiva. Porque hay historias que no están en los titulares, pero están ocurriendo.

     

    🎨 Creatividad que inspira

    Servicios de diseño, música original, clases de inglés y life coaching. Porque no somos solo una revista: somos una comunidad de personas que creen en el poder de la creatividad para cambiar realidades.

     

    🌐 Una comunidad que piensa

    Aquí no solo lees. Participas. Conectamos a mentes curiosas, creadores auténticos y personas que no temen ver el mundo desde otra perspectiva.

     

    ✨ Despiertos.mx no busca ser más. Busca ser diferente.
    Busca ser el lugar donde las ideas no se repiten, se reinventan.
    Donde el contenido no solo se consume, se digiere.
    Donde ser crítico no es ser negativo, sino ser consciente.

     

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    A lonely tree stands on a green hill.

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    Ser como el peón

    Hay quienes buscan la gloria en los reflectores, quienes ansían la corona y el cetro, y quienes creen que la grandeza se mide por el estruendo de los aplausos. Pero el peón, pequeño y callado, avanza sin más testigos que su propia sombra. No presume hazañas ni exige honores. Su andar es breve, su horizonte, limitado. Sin embargo, en ese paso humilde, en esa marcha sin retroceso, reside la fuerza de la constancia.

    El peón no se pregunta por qué no es torre, ni lamenta no saltar como el caballo. Acepta su papel con la sabiduría de quien sabe que toda pieza es fundamental. Y así, cada avance es una declaración de fe: fe en el deber, fe en el propósito, fe en que la dignidad no necesita ornamentos.

    No hay nostalgia en su trayecto, porque el peón entiende que el pasado no se desanda y que mirar atrás es perder el presente. Su coraje no es el del héroe que desafía dragones, sino el del hombre común que enfrenta la rutina, la duda y el sacrificio sin perder la esperanza.

    Si alguna vez llega al final del tablero, su transformación no es un acto de soberbia, sino el fruto de la perseverancia. No se convierte en reina por capricho, sino porque ha demostrado que la grandeza se alcanza paso a paso, sin traicionar la esencia.

    Quizá el mayor poder sea ese: avanzar sin estridencias, cumplir el deber con alegría sencilla, y recordar que la verdadera elevación es la que se conquista en silencio, sin dejar de ser uno mismo.

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    🌿Sobre hacedores, habladores y críticos: una mirada interior a la condición humana

    A veces parece que el mundo está dividido en tres tipos de personas: los que hacen, los que hablan y los que critican. No es cuestión de inteligencia ni de talento, sino de actitud frente a la vida, frente al compromiso.

    Están los hacedores , aquellos que no esperan a que las cosas sucedan, sino que las ponen en marcha. No tienen miedo al error porque saben que equivocarse es parte del camino. Trabajan en silencio, muchas veces sin reconocimiento, pero con la dignidad intacta. Son los que construyen, los que insisten, los que se levantan cada vez que caen. Su fuerza no está en hablar, sino en actuar. Y aunque no siempre tienen razón, siempre están presentes. No necesitan micrófonos ni aplausos; les basta ver cómo lo que emprendieron empieza a tomar forma, incluso si otros se llevan el crédito. Los hacedores son como raíces bajo tierra: invisibles, firmes, nutriendo lo que florece.

    Después aparecen los habladores , que llenan el aire con promesas que nunca cumplen. Tienen respuestas para todo, proyectos en el discurso, soluciones que nunca llegan. Su energía reside en convencer, en parecer ocupados, en mantener la ilusión de que hacer algo es tan solo decir que lo harán. Algunos hasta creen en sus propias palabras, pero al final, su discurso queda suspendido en el vacío, sin dejar huella. Muchas veces no son malintencionados, simplemente viven en una burbuja donde pensar algo equivale a haberlo hecho. Pero por más brillantes que sean sus ideas, estas se quedan en el limbo de lo posible, sin cruzar jamás la frontera de lo real.

    Y por último, los críticos , que vigilan desde la distancia, señalando errores como si eso fuera suficiente. Ven el trabajo ajeno no como una oportunidad de aprender, sino como un blanco fácil. Nunca proponen, solo desgastan. Su mirada es aguda, pero fría; su palabra, precisa, pero cruel. Creen que juzgar es contribuir, cuando en realidad, solo amplían la sombra del desaliento. A menudo se rodean de otros críticos, formando coros que resuenan entre sí, alimentándose de la insatisfacción ajena. No ven el riesgo, ni asumen responsabilidad. Para ellos, la perfección es excusa suficiente para no comenzar.

    Una sociedad verdaderamente viva necesita de los tres, claro. Pero si solo hay habladores, se convierte en un eco de palabras vacías. Si solo hay críticos, se ahoga en su propio juicio. Y si solo hay hacedores, sin espacio para reflexionar o mejorar, puede perderse en el ruido del hacer por hacer.

    Pero donde realmente avanza un país, una comunidad, una causa, es cuando los hacedores abren espacios para que otros también hagan, cuando escuchan a los que hablan bien y proponen, y cuando los críticos usan su voz no para destruir, sino para señalar caminos más justos y humanos. La diferencia no está en quién tiene razón, sino en quién se mueve, quién se involucra, quién se juega algo.

    Porque al final, lo que define a una persona no es cuánto sabe o cuánto dice, sino cuánto se juega. Cuánto está dispuesta a poner sobre la mesa. Porque el mundo sigue adelante gracias a quienes no temen ensuciarse las manos, mientras otros aplauden, discuten o callan.

    En cada uno de nosotros hay un poco de esos tres mundos. Hay días en que actuamos, otros en que soñamos en voz alta, y algunos en que nos sentimos con derecho a opinar sin aportar. Pero quizás el desafío más humano sea preguntarnos: ¿en qué lugar me encuentro hoy? ¿Estoy ayudando a construir, a imaginar o a desarmar?

    Porque al final, nada grande se hizo sin manos que trabajaran, sin voces que inspiraran, sin miradas que advirtieran. Pero lo realmente transformador ocurre cuando los hacedores no olvidan escuchar, los habladores deciden actuar y los críticos se animan a participar.


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    🎭Cuando el ego toma el control: lo que Breaking Bad nos enseña sobre el poder y la verdad

    La historia de Walter White comenzó como una parábola moderna sobre la decadencia moral, pero terminó convirtiéndose en un espejo incómodo que muchos prefirieron no mirar. Breaking Bad , creada por Vince Gilligan, fue mucho más que una serie sobre drogas o criminales; fue una exploración íntima del ego humano, de cómo puede expandirse, disfrazarse, mentir… y finalmente devorarnos.

    Al principio, todo parecía tener sentido: un hombre enfermo, un padre abnegado, una familia en peligro económico. La motivación de Walt era noble, al menos desde cierta perspectiva. Pero pronto descubrimos que detrás de cada excusa se escondía un deseo profundo de ser reconocido, de sentirse poderoso, de dejar una huella imborrable. El ego, muchas veces disfrazado de bondad, comienza con una pequeña mentira —“lo hago por mi familia”— y termina con una gran verdad pronunciada ya sin máscaras: “Lo hice por mí. Y porque me gustó… porque era bueno en esto” .

    Fue esa admisión, fría y sincera, lo que puso al descubierto la verdadera naturaleza de su transformación. No era el cáncer. No era el dinero. No era la protección de los suyos. Era él mismo. Quería hacerlo. Le gustaba. Se sentía pleno cuando ejercía el control, cuando imponía su voluntad, cuando era admirado, temido, respetado. Y aunque no lo dijo con orgullo, lo hizo sin arrepentimiento.

    Así opera el ego: no grita, susurra. Y con el tiempo, ese susurro se vuelve un grito que ahoga cualquier voz interior sincera. Cada decisión destructiva de Walter White venía acompañada de un monólogo interno donde él mismo se convencía de que era necesario, inevitable, incluso justo. Así construye el ego sus narrativas: con justificaciones, comparaciones, con la necesidad constante de estar “en lo correcto”. Todo para mantener a raya la verdad más incómoda: que actuamos movidos muchas veces por el deseo de sentirnos importantes, no por el bien común.

    El contrapunto perfecto a este personaje fue Jesse Pinkman, cuyo viaje representa la lucha interna contra los efectos del ego ajeno y el propio. Mientras Walter construye un imperio de mentiras, Jesse intenta aferrarse a su humanidad. Es en sus crisis donde vemos lo que el ego verdaderamente destruye: la capacidad de amar, de perdonar, de cambiar. En cada lágrima de Jesse, hay un eco de los daños colaterales que causa el ego desbocado.

    Pero quizás uno de los aspectos más interesantes de la serie es cómo pone en tela de juicio la idea romántica del “liderazgo fuerte”. Walter White se presenta como un líder innato: inteligente, frío, calculador. Alguien que toma decisiones difíciles y no se arrepiente. A primera vista, parece el arquetipo del visionario que impone su voluntad sobre el caos. Sin embargo, con el tiempo, ese liderazgo se revela como una fachada para el control, el miedo, la vanidad y el deseo de dominar. Su fuerza no era para proteger, sino para imponer. Y eso no solo destruyó a otros, también lo destruyó a él.

    Muchas personas confunden liderazgo con autoridad, dominio o coerción. Pero Breaking Bad nos muestra, con crudeza, que el verdadero poder no reside en cuánto control tienes sobre los demás, sino en tu capacidad de mantener intacto tu lado humano, aún cuando el mundo te ofrece el control fácil a cambio de tu integridad.

    Liderar no es controlar. Mentir, manipular, engañar, aunque sume poder, no es liderar. Si decides liderar, debe ser desde la autenticidad, no desde el temor a perder el control. El verdadero liderazgo surge de la transparencia, de la responsabilidad, de la empatía. Se basa en servir, no en someter. Se fundamenta en la confianza, no en el temor. Y sobre todo, en saber que guiar no significa anular, sino potenciar.

    Esto se ve claramente en figuras secundarias de la serie, como Marie Schrader o Skyler White, quienes, aunque imperfectas, buscan sostener valores éticos en medio del caos. También en personajes como Mike Ehrmantraut, cuyo silencio, honor y lealtad contrastan con la voracidad de Walt. Él lidera con ejemplo, sin necesidad de fanfarrias ni mentiras.

    Este mensaje trasciende la ficción y toca nuestra vida cotidiana. En nuestras relaciones, en el trabajo, en la política, seguimos idealizando a los líderes fuertes, a los que no dudan, a los que toman decisiones drásticas. Pero ¿cuántas veces esos líderes son solo ego disfrazado de firmeza? ¿Cuántas veces la verdadera grandeza reside en saber retirarse, en aceptar que tal vez no somos quienes debemos guiar?

    Lo que Breaking Bad nos enseña, entonces, es que el ego no siempre aparece con cara de villano. A veces llega con cara de héroe. Con cara de víctima. Con cara de salvador. Pero su naturaleza sigue siendo la misma: controlar, dominar, separar. Y mientras más le permitimos tomar el timón, más perdemos contacto con nuestra esencia, con nuestro corazón, con nuestra verdad.

    Por eso, al final, la pregunta que queda no es solo qué hizo Walter White, sino qué partes de él reconocemos en nosotros mismos. Porque quizás, más que una historia sobre un profesor convertido en narcotraficante, Breaking Bad sea una advertencia sobre quién somos cuando dejamos que el ego decida por nosotros.

    Y también es una invitación: a no temer al silencio, a no confundir fuerza con control, a ver en la quietud no una derrota, sino una posibilidad de crecer. A veces, el mayor liderazgo es saber cuándo dejar de liderar. Y otras veces, es decidir liderar desde la verdad, desde la integridad, desde el respeto… sin mentiras, sin manipulaciones, sin juegos de poder. Porque el verdadero poder está en mantener el lado humano, incluso cuando el mundo te invita a perderlo.

    José Luis Cortés M.

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    👥¿Es inevitable la toxicidad en las relaciones humanas?

    No hay vínculo que no conlleve algo de dolor. Desde la infancia, aprendemos que amar duele, que confiar implica riesgo, que convivir exige renuncias. Pero ¿hasta qué punto esa carga emocional es parte natural de la vida en sociedad… y cuándo se convierte en algo más grave, en una dinámica dañina que se repite como si fuera normal?

    La toxicidad en las relaciones no siempre llega con insultos, gritos o violencia física. A menudo se disfraza de amor, de protección, de consejo. Se esconde tras frases como “es por tu bien”, “yo sé lo que es mejor para ti” o “si me quisieras de verdad, harías esto por mí”. Y así, poco a poco, el afecto se vuelve dependencia, el cariño se transforma en control, y la intimidad se convierte en prisión.

    Hoy en día, hablar de relaciones tóxicas es casi un lugar común. En redes sociales, foros y libros de autoayuda, millones de personas comparten experiencias similares, identifican patrones, dan nombre a situaciones que antes pasaban desapercibidas. Pero al mismo tiempo, surge una pregunta incómoda: si tantos hablan de vivir relaciones dañinas, ¿acaso toda conexión humana lleva en sí cierta dosis de veneno?


    ¿Toda relación es tóxica?

    Decir que todas las relaciones son tóxicas sería caer en una visión pesimista, casi nihilista, del ser humano. Sería negar la existencia de vínculos sanos, de afectos genuinos, de comunión verdadera entre personas. No todo contacto humano termina en herida. Muchas relaciones nos sostienen, nos enseñan, nos salvan.

    Pero también es cierto que ningún vínculo es perfecto . Incluso las conexiones más sanas tienen momentos de tensión, malentendidos, conflictos. La diferencia no está en la ausencia de problemas, sino en cómo se gestionan. En eso, precisamente, radica la clave: aprender a reconocer lo que es tolerable, lo que puede mejorar, y lo que debe dejarse atrás.

    La toxicidad no es un estado absoluto, ni una etiqueta inamovible. Es un proceso, muchas veces silencioso, que se va instalando en la cotidianidad. Puede estar presente en una pareja, en una amistad, en una familia, incluso en el lugar de trabajo. No tiene un solo rostro: a veces es manipulación, otras es indiferencia; unas veces es posesividad, otras es abandono.


    ¿Cómo saber cuándo algo es tóxico?

    Una relación se vuelve dañina cuando deja de nutrir y empieza a consumir . Cuando cada encuentro genera más ansiedad que alegría, cuando los reproches superan a los halagos, cuando uno de los involucrados siente que pierde su identidad en el intento de complacer al otro.

    También es señal de alerta cuando hay falta de reciprocidad : uno siempre cede, uno siempre pide perdón, uno siempre adapta sus deseos a los del otro. Ese desequilibrio, repetido en el tiempo, erosiona cualquier base emocional sólida.

    Otro indicador es la culpabilización constante , donde el amor se usa como arma de chantaje emocional. Donde se dice “te quiero” para justificar decisiones que lastiman, donde el cariño se condiciona a la sumisión o al sacrificio personal.

    Y por supuesto, está la ausencia de respeto mutuo : cuando se menosprecia, se critica con crueldad, se minimizan sentimientos, se ridiculiza lo que el otro siente. En esos casos, no hay diálogo posible, solo dominación encubierta.


    ¿Se puede gestionar la toxicidad?

    Sí, en muchos casos. Pero no siempre. Reconocer que una relación tiene elementos tóxicos no significa que haya que romperla inmediatamente. A veces, basta con hacer visible lo invisible, con nombrar lo que pasa para poder cambiarlo.

    El primer paso es la conciencia : darse cuenta de que algo no funciona, de que hay patrones que lastiman. Luego viene la comunicación sincera , sin acusaciones ni defensivas, con la voluntad real de entender y ser entendido.

    Si ambos están dispuestos, puede iniciarse un proceso de reconstrucción emocional , donde se establezcan límites saludables, se redefinan roles, se busque apoyo profesional si es necesario. Pero si uno de los involucrados no reconoce el problema, o no quiere cambiar, entonces ya no se trata de gestión, sino de supervivencia.

    Porque hay relaciones que no se pueden salvar. Que deben dejarse ir, aunque duelan. Porque hay heridas que no se curan con disculpas, sino con distancia.


    ¿Cómo virar hacia lo positivo?

    No se trata de buscar relaciones perfectas, imposibles por definición. Se trata de construir vínculos conscientes , donde haya espacio para el crecimiento mutuo, para la honestidad, para el respeto genuino.

    Eso implica educarnos emocionalmente desde niños , enseñar a escuchar, a expresar necesidades sin atacar, a resolver conflictos sin anular al otro. Implica también desmitificar el amor romántico como única forma válida de conexión , y reconocer que hay afecto en la amistad, en la familia, en la comunidad.

    Y quizás, lo más importante: aprender a quererse primero a uno mismo , sin sentir culpa. Porque solo desde una base emocional sana podemos ofrecer afecto auténtico, sin convertirnos en fuente de dolor para otros.

    Entre el apego y el daño, entre el cariño y la dependencia, hay un umbral que no todos cruzamos igual. Lo importante no es evitar el dolor, sino no quedarse atrapado en él. Y aunque no toda relación puede salvarse, sí es cierto que, cuando hay amor verdadero —ese que respeta, que libera, que permite crecer—, entonces todo sigue siendo posible.

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    🛍️💸📱¿Es válida una ganancia tan desproporcionada?

    Dicen que fabricar un iPhone cuesta cerca de 100 dólares . Que detrás de cada dispositivo hay minerales extraídos en condiciones extremas, piezas producidas en fábricas donde los obreros trabajan jornadas extenuantes, y montaje realizado bajo estrictos controles laborales que, aunque formales, apenas rozan lo digno. Y luego, ese mismo aparato se vende a miles de dólares en cualquier parte del mundo, convertido en objeto de deseo, en símbolo de estatus, en herramienta casi indispensable para millones de personas que, muchas veces, no pueden permitirse otro tipo de lujos.

    ¿Qué hay detrás de esa diferencia abismal entre costo y precio? ¿Solo innovación, diseño y marca? ¿O también, y sobre todo, un mecanismo de acumulación de riqueza que se sostiene sobre la invisibilidad del trabajo humano?

    Este fenómeno no es exclusivo de Apple ni de la tecnología moderna. Es una manifestación contemporánea de algo antiguo: la explotación del hombre por el hombre, disfrazada de progreso . No se trata solo de que unos pocos amasen fortunas mientras otros sobreviven con migajas. Es que incluso quienes participan activamente en ese proceso —trabajando, comprando, consumiendo— terminan siendo actores involuntarios de un sistema que les niega justicia económica.

    El iPhone es solo un ejemplo. Pero es un ejemplo poderoso. Porque representa una paradoja del mundo globalizado: los productos tecnológicos más sofisticados son fabricados en lugares donde ni siquiera existe acceso universal a internet. Las mismas manos que dan forma a la modernidad carecen muchas veces de los recursos para acceder a ella. Mientras tanto, en el otro lado del planeta, familias enteras adquieren estos dispositivos mediante créditos que las atan a años de deuda, convirtiendo la necesidad simbólica en carga financiera real.


    ¿Dónde comienza la explotación?

    La cadena productiva del iPhone, como la de tantos otros productos globales, se extiende desde las minas africanas hasta las fábricas chinas, pasando por centros logísticos asiáticos y oficinas corporativas en Silicon Valley. Cada eslabón tiene su función: extraer, producir, distribuir, vender. Pero no todos tienen el mismo peso en la distribución de beneficios.

    Los trabajadores que operan en las líneas de ensamblaje en China perciben salarios mínimos, a menudo sin prestaciones sociales dignas, y bajo condiciones que muchos calificarían como precarias. Algunos estudios han señalado que los empleados de empresas como Foxconn, encargadas del montaje final de los dispositivos, trabajan turnos de doce horas diarias, seis días a la semana, con descansos mínimos y supervisión constante. Su salario base oscila entre los 200 y los 400 dólares mensuales, dependiendo de la región y del contrato.

    Pero el valor añadido no queda en ellos. Se concentra en las cúpulas ejecutivas, en los departamentos de diseño, en los mercados financieros que cotizan las acciones de las empresas tecnológicas. El iPhone no se vende por lo que cuesta producirlo, sino por lo que el mercado está dispuesto a pagar. Y ese mercado, paradójicamente, está compuesto en gran medida por personas que no pueden costearlo sin endeudarse.


    El consumo como ilusión

    Lo que venden las grandes empresas tecnológicas no es únicamente un producto. Es una identidad. Un lugar en el mapa social. Una promesa de conexión, de modernidad, de pertenencia. Y así, millones de usuarios aceptan contratos financieros, créditos personales y planes de pago a largo plazo, sin medir realmente el costo total de su decisión.

    Un joven de bajos ingresos en cualquier ciudad latinoamericana puede verse tentado a comprar un teléfono inteligente, no por capricho, sino por necesidad simbólica: estar conectado, comunicarse, sentirse parte de una sociedad que cada vez más exige la digitalización de la vida. Así, el aparato que debería facilitar la existencia termina convirtiéndose en un peso más que arrastrar.

    Y esto no ocurre porque los pobres sean irreflexivos o frívolos. Sucede porque el sistema los empuja a consumir como forma de existir. El capitalismo contemporáneo no solo vende mercancías, también vende identidades, aspiraciones y formas de ser. Y lo hace con tal eficacia que incluso quienes no pueden permitirse un producto terminan comprándolo, aunque sea a plazos, aunque sea con intereses usureros, aunque sea con la promesa de que “algún día” valdrá la pena.


    La moral del beneficio

    Entonces surge la pregunta inevitable: ¿es válido obtener una ganancia tan desproporcionada si al final hay millones de personas dispuestas a pagar por ello? ¿No es acaso el mercado quien decide el valor de las cosas?

    Esa lógica puede funcionar desde el punto de vista económico, pero fracasa desde el punto de vista ético. Porque el mercado no siempre refleja justicia. A veces, reproduce patrones de dominación bajo nuevas formas. El hecho de que haya demanda no justifica automáticamente el modelo de producción. Ni mucho menos excusa la falta de responsabilidad de quienes controlan la cadena productiva.

    Si bien es cierto que las empresas tecnológicas invierten enormes recursos en investigación, desarrollo, diseño y marketing, también lo es que estas inversiones no explican por sí solas la brecha abismal entre costo de producción y precio final. Esa brecha, ampliada artificialmente, permite generar márgenes de ganancia que van más allá de la compensación razonable por riesgo o inversión. Se convierte entonces en acumulación pura y simple, sin redistribución real hacia quienes hicieron posible el producto.


    ¿Explotación necesaria o injusticia evitable?

    Hay quienes sostienen que este modelo es funcional, que sin incentivos económicos elevados no habría innovación, ni inversión, ni crecimiento. Y no están del todo equivocados. El motor del sistema actual ha sido precisamente la posibilidad de acumular riqueza, y eso ha impulsado avances tecnológicos, científicos y sociales que antes eran impensables.

    Pero también hay quienes ven en esta dinámica una herida social que debe sanarse, que no hay progreso legítimo si se construye sobre la miseria ajena. Y tampoco están equivocados. Porque el sistema puede seguir avanzando sin necesidad de dejar atrás a millones de personas, sin necesidad de depender de una clase laboral invisible que nunca podrá disfrutar plenamente de lo que produce.

    Decir que hay que abolir todo sistema capitalista es tan utópico como afirmar que jamás podrá humanizarse. Entre ambos extremos surge una posibilidad más razonable: transformarlo, regularlo, ponerlo al servicio de algo superior: la dignidad humana . No se trata de tachar al capitalismo como un mal absoluto, sino de recordar que cualquier sistema económico debe responder ante la ética, ante la justicia social, ante la condición humana.

    Entre el lucro y la dignidad, entre el poder y la necesidad, hay un espacio que no se mide en billetes: es el lugar donde nace la conciencia.

    ¿Cuánto vale un aparato si su precio incluye el sudor de quien no podrá comprárselo jamás?

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